Durante un discurso en una academia militar en una época en que el precio de un solo bitcoin era de alrededor de 60.000 dólares, me preguntaron —como nos ocurre con frecuencia a los profesores de finanzas— qué opinaba sobre las criptomonedas. En vez de responder con mi escepticismo usual, decidí hacer una encuesta entre los estudiantes. Resultó que más de la mitad de los asistentes habían realizado operaciones con criptomonedas, en general financiadas con préstamos.
Quedé perplejo. ¿Cómo era posible que este grupo de jóvenes invirtiera tiempo y energía en algo así? Y esos estudiantes no eran los únicos. El interés en las criptomonedas ha sido más pronunciado entre los integrantes de la generación Z y los millennials. En los últimos 15 años, estos grupos se convirtieron en inversionistas a una tasa nunca antes vista, y con expectativas demasiado optimistas.

He llegado a ver a las criptomonedas no solo como activos exóticos, sino como la manifestación de un pensamiento mágico que ha infectado a parte de la generación que creció tras la Gran Recesión y, de manera más amplia, al capitalismo estadounidense.
Para estos efectos, cuando hablo de pensamiento mágico me refiero a la premisa de que las condiciones propicias continuarán para siempre sin tomar en cuenta la historia. Describe una postura en la que se minimiza el papel de las restricciones y los sacrificios en pos del tecno-utopismo, con un énfasis que se limita a los resultados positivos y la novedad. Es la confluencia de virtud y comercio.

¿De dónde salió esta ideología? Un periodo excepcional de tasas de interés bajas y liquidez excesiva crearon el ambiente perfecto para el florecimiento de sueños fantásticos. El uso generalizado de tecnología en las relaciones con los consumidores llevó a las personas a creer que la empresa detrás de la plataforma más nueva o el empresario arrogante de tecnología de más reciente aparición tienen el poder para cambiar todo. El enojo causado por la crisis financiera global de 2008 creó una atmósfera receptiva a soluciones económicas radicales y el decepcionante desempeño de la política tradicional trasladó las ambiciones sociales al mundo del comercio. El semillero de los peores periodos de la covid exacerbó tremendamente estos impulsos, cuando nos la pasábamos sentados frente a nuestras pantallas en total aburrimiento, activados por un flujo de dinero que parecía gratuito.
Ahora que el bitcoin se vende a alrededor de 17.000 dólares, el precio de las acciones va a la baja y abundan los despidos en el sector tecnológico, estas ideas han comenzado a desmoronarse. El desmantelamiento del pensamiento mágico será un acontecimiento dominante esta década de un modo doloroso pero, a fin de cuentas, restaurador. Y será más doloroso para la generación condicionada a creer esas fantasías.

Las criptomonedas son el conducto ideal para estos impulsos. Un activo especulativo cuyo valor predeterminado subyacente es endeble deja abiertas todas las posibilidades para darle significado. Los partidarios de las criptomonedas prometieron sustituir a las monedas tradicionales y ocupar el lugar de los gobiernos. Se comprometieron a oponerse al sistema financiero y bancario tradicional con un esquema de finanzas descentralizadas. Afirmaron que podrían resistir el supuesto control absoluto de las gigantes de internet sobre el comercio mediante algo llamado web 3.0. Insistieron en que podríamos olvidarnos de la ruta tradicional hacia el éxito con educación, ahorros e inversión si invertíamos a tiempo en dogecoin, una moneda meme cuya creación fue una broma y cuya capitalización de mercado llegó a superar los 80.000 millones de dólares.

Estas promesas ridículas e ilusorias comparten la postura de oposición a las élites impulsada por una tecnología que la mayoría de nosotros nunca comprendió. ¿Quién necesita al gobierno, los bancos, la internet tradicional o la sabiduría popular si podemos operar por encima de todo eso?
Los mercados financieros convencionales terminaron por manifestar estas mismas tendencias, conforme el pensamiento mágico se propagó entre los inversionistas en general. Durante un periodo de tasas de interés a la baja e incluso de cero, los errores y las mediocridades quedaron velados o se ignoraron, mientras que el valor de los activos especulativos con pocas probabilidades de un éxito lejano se inflaba hasta las alturas. Buhoneros de todo tipo que promovían nuevos vehículos relucientes (como “stablecoins” que supuestamente transformaban activos especulativos en activos estables y nuevas estrategias para debutar empresas en bolsa sin el escrutinio típico exigido por la legislación) prometían mayores rendimientos y les restaban importancia a los mayores riesgos involucrados… la característica típica del pensamiento mágico: ignorar el precio que se debe pagar. Durante un periodo prolongado, muchos inversionistas compraron activos equivalentes a boletos de lotería. Muchos de ellos ganaron.

La economía real no logró escaparse de la infección. Muchas empresas florecieron gracias a que inflaron su alcance y ambición para alimentar los deseos del pensamiento mágico. WeWork, un negocio mundano que ofrecía espacios de trabajo flexibles, se vendió como una empresa espiritual destinada a transformar la condición humana. Su valuación se fue por las nubes, un velo que ocultó las cuestionables actividades de sus fundadores. Facebook y Google buscaron transformarse en potencias tecnológicas, con todo y un cambio de marca que las convirtió en Meta y Alphabet, respectivamente. Buscaron capacidades amplias adaptables a voluntad en el metaverso o con “proyectos revolucionarios” cuando, en realidad, son empresas de publicidad prosaicas (eso sí, extremadamente efectivas). Ahora tienen dificultades para manejar muchos de sus proyectos fantásticos.

En un contexto más amplio, muchas empresas adoptaron misiones sociales más extensas en respuesta al deseo de los inversionistas más jóvenes y empleados de aprovechar su capital y empleo como instrumentos para el cambio social. Otra expresión del pensamiento mágico es creer que la mejor opción para lograr avances en los principales retos que enfrentamos (el cambio climático, la injusticia racial y la desigualdad económica) son las empresas y las elecciones de consumo e inversión individuales, en vez de la movilización política y nuestras comunidades.

Debo confesar que esta larga diatriba refleja mi propia experiencia. En la década más reciente, como profesor de finanzas, la dinámica común era que me hicieran preguntas sobre el criptomundo o sobre nuevos métodos de valuación para empresas no redituables y luego me sonrieran (e ignoraran) cuando iba en contra de los instintos tradicionales. Todos los problemas de las empresas, según me han dicho, pueden resolverse de una manera radicalmente nueva y efectiva con solo aplicar inteligencia artificial a una cantidad de datos en constante crecimiento y un toque de ideas de diseño. Muchos egresados que se convirtieron en adultos en este periodo de vértigo financiero y creciente ambición corporativa han aprendido a ir tras estos objetos brillantes con su capital humano y financiero en vez de invertir en opciones sostenibles, un hábito que será más difícil inculcarles a una edad más avanzada.

Es bueno aprovechar opciones novedosas y ambiciosas para encarar grandes problemas, pero la desenfrenada variedad de estos admirables atributos que tanto hemos visto en años recientes es contraproducente. Las nociones fundamentales de los negocios no han cambiado solo porque hay nuevas tecnologías o las tasas de interés son bajas. Para prosperar, todavía hace falta resolver problemas con estrategias nuevas que les ofrezcan valor de manera sostenible a los empleados, a quienes invierten capital y a los clientes. Hacerle promesas exageradas a una nueva generación sobre los cambios que pueden crear la tecnología y sobre las posibilidades de los negocios y las finanzas tan solo los hará distanciarse cuando se tambaleen esas promesas. Todos esos inversionistas nuevos y tenedores de criptomonedas quizá desarrollen cierto resentimiento en contra del capitalismo, en vez de comprender que el mundo en el que nacieron es perverso.

El fin del pensamiento mágico es inminente con el colapso de las criptomonedas y las valuaciones. Y esa es una buena noticia. Quienes tienen un interés particular resistirán esa tendencia y seguirán propagando ficciones. Pero el movimiento de las tasas al alza y la vuelta a ciclos de negocios más rutinarios se encargarán de continuar con el brusco despertar que comenzó a sacudirnos en 2022.

¿Qué ocurrirá ahora? Espero que sea la revitalización del pragmatismo, esa gran tradición estadounidense. Los activos especulativos sin ninguna función económica no deberían tener ningún valor. Las instituciones existentes, con todo y sus fallas, pueden mejorarse en vez de ser desplazadas. El vínculo entre riesgo y rendimiento es inevitable.
Las empresas tienen valor social porque resuelven problemas y generan riqueza. Pero no deberíamos confiar en ellas para operar como árbitros del progreso y debería equilibrarlas un Estado capaz de actuar como mediador en cuestiones políticas. En todos los ámbitos es necesario hacer sacrificios, es imposible evitarlos. Encontrar maneras de sobrellevar esos sacrificios, no ignorarlos, es la receta para lograr una vida positiva.
Mihir A. Desai es profesor en las facultades de negocios y derecho de la Universidad de Harvard y es autor de los libros How Finance Works y La sabiduría de las finanzas.