Sam Bankman-Fried, fundador y director ejecutivo de FTX Cryptocurrency Derivatives Exchange (intercambio de criptomonedas), en la reunión de miembros del Institute of International Finance en Washington, DC, Estados Unidos, el 13 de octubre de 2022.
Adam Lashinsky es exeditor ejecutivo de la revista ‘Fortune’ y autor de ‘Inside Apple: How America’s Most Admired —and Secretive— Company Really Works’.
El estallido de la burbuja de las criptomonedas terminará de la misma manera que lo han hecho otras modas especulativas: con una estela de escombros entre compañías, continentes e inversores desafortunados. Las criptomonedas han tenido un año terrible. Vimos la aniquilación de la “criptomoneda estable” Terra en mayo, el desmoronamiento del mercado de criptomonedas FTX la semana pasada y la reducción de transacciones de los tokens no fungibles (NFT) durante todo el año.
Los pequeños inversionistas ya han huido, con sus prestamos o ahorros de toda la vida diezmados. Los capitalistas de riesgo acaudalados, malheridos por cada derrumbamiento sucesivo, se lavarán las manos y seguirán su camino hacia el siguiente objeto brillante. Los criptoembajadores de medio tiempo (inserte aquí cualquier nombre de atleta famoso de algún deporte profesional, por favor) regresarán a estar tras bambalinas. Y los reguladores, como acostumbran hacer, emitirán finalmente sus reglas atrasadas, mucho después de que el daño esté hecho.
Sin embargo, hay una diferencia crucial con las criptomonedas, en comparación con burbujas previas: prácticamente no tenían ningún mérito intrínseco.
Antes y después de que estallara su burbuja a mediados del siglo XVII, los tulipanes siguieron siendo flores bonitas. Los ferrocarriles estadounidenses engendraron un cambio masivo (y positivo) mucho antes del pánico de 1873 y siguen siendo vitales casi 150 años después. La promesa del correo electrónico en la década de 1990 —y sus derivados punto com— fue real y trascendental. Incluso las hipotecas de alto riesgo de las que se abusó gravemente fueron una innovación lamentable en los préstamos difíciles de obtener para quienes buscan comprar viviendas, un mercado que sobrevivió la crisis financiera de 2008.
Las “cripto”, una expresión general que todavía no se comprende del todo bien y que define a las monedas digitales y otros valores no controlados por un gobierno, no podrán afirmar lo mismo. Se suponía que las criptomonedas debían ser un refugio en tiempos inflacionarios, como suelen ser los bienes de metales duros, como el oro. Sin embargo, creaciones como Bitcoin y Ethereum se han desplomado al mismo tiempo que la inflación se ha disparado. Prometieron una manera de almacenar valor. Claramente, no lo cumplieron.
Pero sobre todo, se suponía que las criptomonedas tenían todo tipo de diversos usos, desde remesas transfronterizas sencillas hasta la capacidad de fijar un valor para formas de arte digital recién creadas. Nada de esto se ha hecho realidad a ninguna escala de la que valga la pena presumir.
En nuestro sistema, los empresarios y los inversionistas que los respaldan proporcionan un servicio valioso al asumir riesgos con ideas no probadas. Sin ellos, no tendríamos Apple ni Google, ni las notas Post-it. Pero ahora sabemos que la camada de financistas fanfarrones que soñaban con la nueva categoría de inversiones conocida casualmente como web3 se ha estado engañando a sí misma.
Una justificación común para estas inversiones ha sido que capturaron la fascinación de empresarios y programadores de software, lo que generó la conclusión de ensueño de que estaba surgiendo un mercado real para activos digitales de todo tipo.
Lo que terminó surgiendo es otro ejemplo de uno de los peores males que aqueja a Sand Hill Road, el corazón de la industria de capital de riesgo de Silicon Valley: el sesgo de confirmación. El entusiasmo que los capitalistas de riesgo confundieron con una tesis de inversión fue, la mayoría de las veces, solo el resultado de demasiado dinero persiguiendo muy pocas ideas realmente buenas.
Los nerds no son idiotas: si alguien les ofrece un montón de dinero para seguir una moda, comenzarán a programar. De allí vienen las criptomonedas.
Los últimos 15 años de inversiones de capital de riesgo pueden explicarse, sobre todo, por el entorno de bajas tasas de interés en el que proliferaron. Dado que las dotaciones y los fondos de pensiones (y muchos multimillonarios ordinarios) no lograron obtener rendimientos seguros en bonos durante más de una década, sus administradores financieros optaron entonces por comenzar a hacer apuestas más arriesgadas.
Consideremos por ejemplo el caso del Plan de Pensiones para los Maestros de Ontario, el tercero más grande de Canadá. Hace tres años, creó un fondo especial para realizar inversiones en etapa de capital de riesgo. Invirtió 95 millones de dólares en FTX, una plataforma líder de comercio de criptomonedas. El jueves pasado, señaló que “no todas las inversiones en esta clase de activos en etapa inicial se desarrollan según las expectativas”. Luego agregó que su inversión en FTX —la cual se presume jamás volverá a ver— representa un pequeño porcentaje de las inversiones totales.
Durante años, la insensatez de tales estrategias de inversión se traducía, en esencia, en dinero gratis para los emprendedores. No hacía falta ser un genio para poner en marcha una empresa cuando el costo del capital era casi nulo.
Esa era ha terminado. El incremento de las tasas de interés permitirá que los fondos de pensiones, como el de Ontario, busquen inversiones más seguras. Como resultado, el flujo de fondos hacia los capitalistas de riesgo y las empresas emergentes se ralentizará. Solo las mejores compañías y capitalistas de riesgo saldrán airosos.